miércoles, 14 de enero de 2015

Renata II


Un día -uno de esos a las cuatro de la tarde- yo me daba unas caminatas por el patio bajo la excusa de ir a ver que estaban haciendo los demás. Me gustaba sentarme cerca a escuchar algunas de las clases  que le daban a Renata. Ese día, parecía totalmente indiferente, -más de lo normal, quiero decir- sentada mirando a ese vacío en el que siempre parecía encontrar comodidad, con sus pupilas dilatadas (ahora si perceptibles debido a la distancia) mientras, se le empezaban a acercar de a poco pequeñas mariposas, de repente tenía todas estas mariposas revoloteándole alrededor, ella no se movía, pocas veces apenas levantaba el brazo para tomar una mariposa entre su dedo índice. Se volvieron muchas mariposas, todas, diferentes y hermosas. Mariposas que parecían hipnotizada; hipnotizadas ante la belleza de Renata. La institutriz no se daba cuenta, yo no lograba comprender como podía no darse cuenta. De hecho, fue ahí cuando noté que todo alrededor parecía congelado. No se movía nada que no fuera Renata y las docenas y docenas de mariposas que ahora también me envolvían a mí. Y de un momento a otro, pareció quebrar ese raro ritual agitando las manos sobre su cabeza y el exterior empezó a tomar su curso natural. Las hojas de los arboles volvían a moverse; empezaba a sentir el viento otra vez. Renata se volteó hacia mí, y yo, descolocada ante todo aquello, y más que eso Renata me miraba con esos ojos, con aquella mirada negra azabache, con esa expresión que parecía tal vez de indignación, de que me hubiera entrometido en ese baile que las mariposas hicieron para ella. Me fui de allí, sin querer decirle a nadie, reservando ese momento para mí, y sabiendo que Renata Castela era más que belleza pálida y cabello azul.

Con el pasar de los años descubría cosas más inverosímiles acerca de Renata y que nadie parecía ver. Como por ejemplo, ese día que la vi jugar con hormigas y las hormiguitas de esas negras chiquitas hacían filas en sus brazos, pasaban por sus dedos y volvían. Como una especie de ocho en el que le recorría todo el antebrazo. O aquella vez, la vi hablando con las rosas, pero con rosas que no fueran rojas, me di cuenta que las rosas rojas las repudiaba. El otro día también, cuando las que se encargaban de limpiar el patio le estaban comentando a mamá como todos los conejitos que el Mister Ernesto le traía a Renata solían morirse por causas insospechadas; un día consiguió a uno tieso, totalmente tieso, y otro con los ojos volteados, y algunos que desaparecían misteriosamente y cuando le preguntaban a Renata que pasaba con los pobres conejitos ella solo decía que la despreciaban y que preferían morir antes de convivir con ella. En las mañanas, en la parte de atrás de la  cocina día a día iban apareciendo más gatos negros, y empezábamos a notar que en la ventana de Renata siempre se posaban las palomas.

El señor y la señora Castela  tenían altas expectativas sobre Renata. En la cena, siempre se jactaban de que su niña sería una erudita con una belleza inaudita, tal potencial de futura mujer debía casarse con algún príncipe que se empeñara en ella. Todos pensábamos lo mismo. Con el tiempo, la Renata inteligente y rozagante de la infancia se fue desviando más y más cada momento conforme a Renata que iba llegándole la pubertad. Cada día parecía desconectarse más del mundo. Una vez duró como dos días encerrada, sin que nadie pudiera penetrar de alguna manera en su cuarto, hasta que ya harto, mister Ernesto mandó a derribar la puerta y para su sorpresa encontrar a Renata abrazada a sus rodillas, toda llena de sangre y mirando por la ventana. Rápidamente, en un acto de pánico, la levantaron del suelo pero Renata parecía en otra dimensión, no quería decir ni una palabra. Llamaron con urgencia al médico y se dieron cuenta de que lo que Renata tenía es que se había convertido en señorita. Seguía sin hablar, hasta la metieron en una bañera con agua fría para que reaccionara. Nada. Luego de ese de ese episodio sus padres empezaron una crisis, le llevaban los mejores terapeutas del país pero todos decían que a lo mejor fue un shock emocional al no saber lo que le estaba sucediendo a su cuerpo y que pronto se le pasaría. Tampoco se le pasó pronto. Desde abajo en la cocina, se escuchaban claramente los gritos de desesperación de Teresa llorando y Reprochándole a Ernesto que sus genes estaban malditos, que Renata estaba poniéndose loca como la madre de él. Después de eso, silencio. Solo la sirvienta personal de Teresa entro corriendo a la cocina en busca de hielo y al otro día, teresa llevaba inusualmente lentes de sol. Yo, tenía la edad suficiente como para darme cuenta de la tensión que se iba incrementando en la casa. Mister Ernesto ya no comía en el comedor, a Renata se le llevaba la comida al cuarto y de allí ni salía. Teresa se la pasaba derrochando sus penas en fiestas de cóctel, cada vez más. La notable ausencia de su marido le hacían sacar excusas como que no se sentía bien ese día. Poco a poco, hasta la casona dejo de ser la que era, el personal se iba ante las enormes peleas entre los patrones. Muchas empezaban a juzgar, a tener miedo, decían que no podían vivir tranquilas sabiendo que de un día a otro el patrón o el mister o lo que sea les propinara un puñetazo en la cara porque el agua no estaba lo suficientemente caliente. Mi mamá decidió quedarse, después de todo no teníamos a donde ir y ella tampoco quería abandonar ese casa que acogió generaciones de mujeres en mi familia. Era un amor especial por la casa y cierta lástima por Renata lo que nos retenía ahí. Y de Renata, que puedo decir de Renata, ella seguía pidiendo pan para las palomas. Todas las mañanas nos despertábamos con las escobas y ahuyentábamos a los gatos.  En momentos, la cantidad de gatos negros era tal que a mi mama se le bajaba el azúcar y una vez tuvo que hacer una masacre masiva bien de madrugada mientras yo dormía. Ese día -y sin manera de saber nada ya que no bajaba nunca y mi mama era la única que la atendia- Renata le reprocho de que si volvía a matar otro animal iba a estar condenada con que un gato negro y, de paso tuerto, la persiguiera lo que le quedaba de vida. Mi mamá se espantó, rezo como cien padre nuestros y otras cien avemarías esa noche y juró nunca más matar ni una hormiga.Otro día, -y lamento que mis recuerdos vengan tan intercalados- ya solo quedábamos mi mama, la cocinera y yo para prestar servicio en la casa, nos habíamos habituado al ritmo de los quehaceres que después de todo, no se volvía tan ajetreado. Total que ese día iba yo caminando por el pasillo largo a llevarle un tecito a la Sra Teresa, una tenue luz salía desde el cuarto de Renata, la puerta entreabierta me incitaba a asomarme, sabía lo que me encontraría, sabía que no sería nada de este mundo y ese morbo era lo que me impulsaba más a acercarme. Lo pensé bien, no pude más y me acerque, tan sigilosamente pero con la gran certeza de que me escucharía, el olor del cuarto era como de naranja y sutilmente sonaban melodías de música que parecía ser clásica. Mas a la esquina estaba Renata de espaldas  mirando al rincón, y parloteaba cosas sin sentido, en un idioma que apenas entendí cuál era gracias a mis escasos estudios en el patio. Hablaba en un fluido latín, enojadamente… con el rincón. Me aturdió la escena, la había visto mal, pero nunca así. Decidí hacer como si nada hubiese pasado, retomando velozmente mi camino y antes de llegar a la esquina en dirección a las escaleras, justo en ese instante cuando me volteo para dar el último vistazo a la puerta, resulta que no estaba más entreabierta. No escuche ningún ruido, y cómo, era imposible que a Renata le hubiese dado tiempo de caminar o incluso correr desde la esquina de su cuarto para cerrar la puerta antes de que yo volteara. Supuse que el ente con el que estaba hablando la había cerrado. Desde ese momento decidí nunca más espiar en el cuarto de Renata, decidí nunca más molestar a su compañía.

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