Claro
que sería
uno de esos días para recorrer la carretera. Todo es
mejor que el encierro en un apartamento de aspecto lúgubre
y cansino. A Emilia, que se aburría en sobremanera en aquel espacio, la
calle le parecía un escape bastante pintoresco y
alternativo. Por supuesto que la camioneta tenía
sus fallas, pero ella tomaba el riesgo de quedarse en cualquier paraje a pedir
asistencia al camino. Especialmente los calurosos días
de verano que, paradójicamente, se prestaban para semejantes
paseos donde sin darse cuenta, recorría dos estados en perfecta línea
recta teniendo que consultar el mapa más de una vez. Nunca caía
en pánico.
Toda la cuestión de perderse en la vida le resultaba
absurdamente excitante. Tan absurdo como el color amarillo chillón
del vehículo
con el que decidía perderse, pero tal vez menos absurdo
seria que su acompañante fuera una Golden Retriever, Elena.
Los viajes empezaban atravesando el ataviado tráfico
de la ciudad, mientras que en el vaivén de luces rojas, amarillas y verdes
decidía
qué
camino tomar. Nunca el mismo, Jamás. La presencia emocionada de Elena a
su lado era incesante. El revolotear de su cola y el movimiento de su cabeza
delataba las dosis de adrenalina que sentía
por su cuerpo. Sensaciones familiares que van y vienen cada vez que se montan
en esa camioneta y se deciden a por una nueva aventura incrédula,
excéntrica.
Cualquiera diría que eso que hacían
era demasiado peligroso, una mujer viajando sola en una camioneta por
autopistas, carreteras, calles de tierra, caminos farragosos e interestatales.
Sobre todo interestatales.
Mientras
se detiene en un rojo eterno, y a propósito de interestatales, ve a través
del parabrisas como una rechoncha mujer de aspecto campesino cruza el rayado al
otro lado; una rechoncha mujer de aspecto campesino y con un sombrero de
mimbre. Inmediatamente se acuerda de Muriel. No es tanto que se acuerde de
Muriel, es el hecho de como la conoció y las circunstancias que acontecieron
luego lo que hace que su cuerpo se
estremezca inmediatamente. Elena, que la miraba desde su asiento, parecía
percibir algo, esa mirada que tienen los perros en la que por segundos se
siente que te penetraran el alma. «Elena, es solo una coincidencia».
Claro que ya muchas veces se cuestionaba el hecho de hablar con un perro, pero
en los largos caminos la comunicación y la conexión
entre ambas se daba sin más. Ella, que no se queja, pero si
advierte. Que se divierte. En un momento
a otro, las ensordecedoras bocinas de pobres almas apuradas avisaban inminentes
el cambio del semáforo. Volviendo en sí,
Emilia no hace más que arrancar y fijarse una vez más
en esa mujer. Los recuerdos le abarrotan la mente, inevitable. Se había
dicho así
misma que necesitaba olvidarse de eso. ¿Pero
cómo?
Entonces está de nuevo ahí.
Carretera Rosario, 30 km para llegar a Retiro; 38 para la Interestatal-45. Otro
de esos días donde el exiguo rumbo de vida de
Emilia no le bastaba para sentirse satisfecha en casa. La necesidad que le nacía
desde el esófago para recorrer la carretera. Ese
impulso ya casi inconsciente de poner el pie en el acelerador. 28 km para
llegar a Retiro. La carretera es algo angosta pero el clima bastante favorable;
a los lados, no se ve más que pasto verde y grandes casonas de
campo. Todo un paisaje. Debajo de un árbol de origen desconocido para Emilia,
una mujer de aspecto grande hace inquietos movimientos con la mano, pidiendo
que alguien se pare; que algún auto le dé
la cola, el aventón. A uno sacándole
el dedo. Quien sabe que le dirían. Un inocente vestido pedía
a gritos ser sacado de semejante cuerpo tan grande, mientras que su sombrero de
mimbre le aportaba todo un aire de alguien del campo. Por alguna razón,
decide pararse. En sus ojos, se percibía cierta delicadeza a pesar de sus
duras facciones, sin rastro de malicia; o eso esperaba Emilia. «Si
señora,
¿hacia
dónde
se dirige? Eso está a unos veinte y algo kilómetros,
voy de paso».«Llevo
una cesta enorme». «
Atrás,
póngala
atrás».
«Que
linda, que perrito tan bonito». «Perrita
de hecho, es Elena». «Ah,
hola Elena». Y rápidamente
la señora
inunda la cabina con sus historias campestres, con que su mamá
tiene artritis y vive en Amparo pero la estación
de bus más
cercana queda en Retiro. ¿Y hacia donde te diriges? -la joven no
le contestaba-. «La producción
está
muy buena, en el campo, sí. ¿No
viste todo lo que llevo en la cesta? una bendición
llevo en esa cesta, muchas verduras. ¿Hacia dónde
vas?»
-Emilia no le contestaba, se hacia la loca-. Su esposo se llama Héctor
y es un desgraciado. Me llamo Muriel, dijo. Su pelo -visible debido a que el
sombrero yacía ya en el guardafangos- era negro
azabache veteado de un gris que anunciaba los primeros pasos de la tercera
edad. También poseía
una dentadura descuidada, totalmente apreciable en cuanto la exponía
con sus sonoras carcajadas.
El
viaje seguía, con Muriel lanzando toda clase de
historia que dudosamente Emilia logró entender. A Elena por su parte, parecía
agradarle de verdad la presencia de ésta mujer enorme que casi ocupaba su
espacio aplastando su cola. Emilia regalaba sonrisas cálidas
y poco a poco Muriel le iba preguntando sobre ella y ella se hallaba diciéndole
todo. Por alguna razón. Qué
mujer. Pero quién
sabe qué
tanto es todo, Emilia ni sabe hacia dónde va, pero le gusta. Ah, como un nómada.;
Muriel parecía cada vez más
ser de esas tías que se las saben todas y te dan
miles de remedios y ungüentos, hechos todos a base de lo mismo.
Emilia asintió y prefirió
no decir nada más. El aire que entraba por las ventanas
ya bajadas era fresco y puro y las tres parecían
agradecer eso en los agobiantes dias veraniegos, donde el calor no perdona,
donde el calor asfixia. Ni idea de
cuantos árboles
y minutos de silencio transcurrieron y sin darse cuenta llegaron a Retiro. «No
me dijiste hacía donde te diriges»,
preguntó
Muriel nuevamente. A Emilia empezaba a molestarle tanto ahínco.
«Sinceramente
no lo sé,
sigo derecho y paso la interestatal 45 a ver que me encuentro».
La cara de Muriel cambió
casi instintivamente al oír esas palabras, su semblante no
anunciaba nada bueno y Emilia se preparaba para escuchar cualquier cosa. «Ten
mucho cuidado en la 45, no creas todo lo que ves».
Eso fue todo. Eso fue todo lo que le dijo. Hizo un gesto de despedida con la
mano, empezó a caminar en dirección
a la estación y no dijo nada más.
Una intrigada Emilia se dijo a si misma que la gente de campo estaba llena de
falacias y habladurías. De creencias tontas alusivas a
fantasma y a quien sabe qué. ¿Pero
cómo
podía
dar certeza a lo que Muriel se refería? Deseó
insistirle, algo dentro de ella deseó insistirle y haberle preguntado a que se refería.
Deseó
además
haber sabido si iba a cometer un error al aventurarse hacia aquella
interestatal. Entonces en ese momento pensó
en no prestarle atención a sus instintos, autoconvenciendose
con sus mejores argumentos de que nada malo podía
pasar. Decidió seguir su camino no trazado y
comportarse como toda una escéptica que era hasta ese momento. Luego
de cruzar la interestatal quiso también que sus argumentos no hubiesen sido
tan buenos. Hasta ese momento era escéptica. Ya no…
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