sábado, 3 de enero de 2015

Interestatal 45

Claro que sería uno de esos días para recorrer la carretera. Todo es mejor que el encierro en un apartamento de aspecto lúgubre y cansino. A Emilia, que se aburría en sobremanera en aquel espacio, la calle le parecía un escape bastante pintoresco y alternativo. Por supuesto que la camioneta tenía sus fallas, pero ella tomaba el riesgo de quedarse en cualquier paraje a pedir asistencia al camino. Especialmente los calurosos días de verano que, paradójicamente, se prestaban para semejantes paseos donde sin darse cuenta, recorría dos estados en perfecta línea recta teniendo que consultar el mapa más de una vez. Nunca caía en pánico. Toda la cuestión de perderse en la vida le resultaba absurdamente excitante. Tan absurdo como el color amarillo chillón del vehículo con el que decidía perderse, pero tal vez menos absurdo seria que su acompañante fuera una Golden Retriever, Elena. Los viajes empezaban atravesando el ataviado tráfico de la ciudad, mientras que en el vaivén de luces rojas, amarillas y verdes decidía qué camino tomar. Nunca el mismo, Jamás. La presencia emocionada de Elena a su lado era incesante. El revolotear de su cola y el movimiento de su cabeza delataba las dosis de adrenalina que sentía por su cuerpo. Sensaciones familiares que van y vienen cada vez que se montan en esa camioneta y se deciden a por una nueva aventura incrédula, excéntrica. Cualquiera diría que eso que hacían era demasiado peligroso, una mujer viajando sola en una camioneta por autopistas, carreteras, calles de tierra, caminos farragosos e interestatales. Sobre todo interestatales.

Mientras se detiene en un rojo eterno, y a propósito de interestatales, ve a través del parabrisas como una rechoncha mujer de aspecto campesino cruza el rayado al otro lado; una rechoncha mujer de aspecto campesino y con un sombrero de mimbre. Inmediatamente se acuerda de Muriel. No es tanto que se acuerde de Muriel, es el hecho de como la conoció y las circunstancias que acontecieron luego lo que hace que su  cuerpo se estremezca inmediatamente. Elena, que la miraba desde su asiento, parecía percibir algo, esa mirada que tienen los perros en la que por segundos se siente que te penetraran el alma. «Elena, es solo una coincidencia». Claro que ya muchas veces se cuestionaba el hecho de hablar con un perro, pero en los largos caminos la comunicación y la conexión entre ambas se daba sin más. Ella, que no se queja, pero si advierte.  Que se divierte. En un momento a otro, las ensordecedoras bocinas de pobres almas apuradas avisaban inminentes el cambio del semáforo. Volviendo en sí, Emilia no hace más que arrancar y fijarse una vez más en esa mujer. Los recuerdos le abarrotan la mente, inevitable. Se había dicho así misma que necesitaba olvidarse de eso. ¿Pero cómo? Entonces está de nuevo ahí. Carretera Rosario, 30 km para llegar a Retiro; 38 para la Interestatal-45. Otro de esos días donde el exiguo rumbo de vida de Emilia no le bastaba para sentirse satisfecha en casa. La necesidad que le nacía desde el esófago para recorrer la carretera. Ese impulso ya casi inconsciente de poner el pie en el acelerador. 28 km para llegar a Retiro. La carretera es algo angosta pero el clima bastante favorable; a los lados, no se ve más que pasto verde y grandes casonas de campo. Todo un paisaje. Debajo de un árbol de origen desconocido para Emilia, una mujer de aspecto grande hace inquietos movimientos con la mano, pidiendo que alguien se pare; que algún auto le dé la cola, el aventón. A uno sacándole el dedo. Quien sabe que le dirían. Un inocente vestido pedía a gritos ser sacado de semejante cuerpo tan grande, mientras que su sombrero de mimbre le aportaba todo un aire de alguien del campo. Por alguna razón, decide pararse. En sus ojos, se percibía cierta delicadeza a pesar de sus duras facciones, sin rastro de malicia; o eso esperaba Emilia. «Si señora, ¿hacia dónde se dirige? Eso está a unos veinte y algo kilómetros, voy de paso».«Llevo una cesta enorme». « Atrás, póngala atrás». «Que linda, que perrito tan bonito». «Perrita de hecho, es Elena». «Ah, hola Elena». Y rápidamente la señora inunda la cabina con sus historias campestres, con que su mamá tiene artritis y vive en Amparo pero la estación de bus más cercana queda en Retiro. ¿Y hacia donde te diriges? -la joven no le contestaba-. «La producción está muy buena, en el campo, sí. ¿No viste todo lo que llevo en la cesta? una bendición llevo en esa cesta, muchas verduras. ¿Hacia dónde vas?» -Emilia no le contestaba, se hacia la loca-. Su esposo se llama Héctor y es un desgraciado. Me llamo Muriel, dijo. Su pelo -visible debido a que el sombrero yacía ya en el guardafangos- era negro azabache veteado de un gris que anunciaba los primeros pasos de la tercera edad. También poseía una dentadura descuidada, totalmente apreciable en cuanto la exponía con sus sonoras carcajadas.



El viaje seguía, con Muriel lanzando toda clase de historia que dudosamente Emilia logró entender. A Elena por su parte, parecía agradarle de verdad la presencia de ésta mujer enorme que casi ocupaba su espacio aplastando su cola. Emilia regalaba sonrisas cálidas y poco a poco Muriel le iba preguntando sobre ella y ella se hallaba diciéndole todo. Por alguna razón. Qué mujer.  Pero quién sabe qué tanto es todo, Emilia ni sabe hacia dónde va, pero le gusta. Ah, como un nómada.; Muriel parecía cada vez más ser de esas tías que se las saben todas y te dan miles de remedios y ungüentos, hechos todos a base de lo mismo. Emilia asintió y prefirió no decir nada más. El aire que entraba por las ventanas ya bajadas era fresco y puro y las tres parecían agradecer eso en los agobiantes dias veraniegos, donde el calor no perdona, donde el calor asfixia.  Ni idea de cuantos árboles y minutos de silencio transcurrieron y sin darse cuenta llegaron a Retiro. «No me dijiste hacía donde te diriges», preguntó Muriel nuevamente. A Emilia empezaba a molestarle tanto ahínco. «Sinceramente no lo sé, sigo derecho y paso la interestatal 45 a ver que me encuentro». La  cara de Muriel cambió casi instintivamente al oír esas palabras, su semblante no anunciaba nada bueno y Emilia se preparaba para escuchar cualquier cosa. «Ten mucho cuidado en la 45, no creas todo lo que ves». Eso fue todo. Eso fue todo lo que le dijo. Hizo un gesto de despedida con la mano, empezó a caminar en dirección a la estación y no dijo nada más. Una intrigada Emilia se dijo a si misma que la gente de campo estaba llena de falacias y habladurías. De creencias tontas alusivas a fantasma y a quien sabe qué. ¿Pero cómo podía dar certeza a lo que Muriel se refería? Deseó insistirle, algo dentro de ella deseó insistirle  y haberle preguntado a que se refería. Deseó además haber sabido si iba a cometer un error al aventurarse hacia aquella interestatal. Entonces en ese momento pensó en no prestarle atención a sus instintos, autoconvenciendose con sus mejores argumentos de que nada malo podía pasar. Decidió seguir su camino no trazado y comportarse como toda una escéptica que era hasta ese momento. Luego de cruzar la interestatal quiso también que sus argumentos no hubiesen sido tan buenos. Hasta ese momento era escéptica. Ya no

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