lunes, 5 de enero de 2015

Renata I

Para escribir sobre Renata cualquiera comenzaría por pedirle permiso. Sé que Renata me entendería, y aquí estoy dispuesta a dejar constancia de lo que ella era. Para empezar, yo vivía en la casa de los Castela porque mi mama era parte del servicio. Era una casa enorme, debo decir; la mejor entre muchas manzanas de distancia y con una pulcritud intachable. La casa siempre se mantenía impecable y decorada con un muy buen gusto. He ahí mi infancia, donde solía imaginarme que la casa era mía. Me la pasaba jugando entre los rincones más aislados y se le perdía algo a la Sra de Castela (que solía pasar mucho) siempre se lo encontraba por debajo de las alfombras o algún otro mueble de proveniencia europea.

El señor Ernesto Castela , “hombre de grandes intereses, importante ente de la comunidad y gran aportador al desarrollo del país” -Yo solo lo recuerdo como Mister Ernesto, a él le gustaba que lo llamaran asi en vez de patrón- Un hombre de gran corazón, pero con semblante recio. Inspiraba respeto y poseía un carácter camaleónico. Iba desde amor total a ira impertinente de momento a otro, eso era indiscutible. Pocas veces había gritado a la servidumbre pero cada vez que alguna ama de llaves o cocinera lo veía, el cuerpo se les erguía y algunas hasta temblaban. A mi mamá nunca llego a gritarle. Creo que por nosotras dos siempre sintió algún afecto más que amo-servidor. A mí, cuando me veía, siempre me guiñaba un ojo y de vez en cuando me regalaba una moneda que iba a parar en la tienda por unos caramelos. Por su parte, su esposa, la Sra. Teresa de Castela, era de esas mujeres de sociedad. Le gustaba vestir caro y trataba a la gente según su estado de ánimo o por cómo le hubiese ido en el bingo matutino. Su única hija, Renata, fue la que me impulsó a escribir mi experiencia en esa casa.

Renata, nada más y nada menos nació con una palidez asombrosa (cuando los niños suelen nacer rosados) y con un cabello, cabello de un azul muy parecido al cielo de las seis  -así me decía mamá- con unos ojos negros azabache donde se debía adivinar donde posicionaban sus pupilas. Renata nació y enseguida se corrió la voz por todo el barrio de que Teresa de Castela había dado a luz a una niña impresionantemente hermosa. Hablaban de ella como si fuera una criatura mitológica. Las monjas hasta hicieron una misa en honor a la niña que había nacido en los aposentos de la casa Castela; niña de tal belleza que era una bendición divina y cuando tuviera edad suficiente debía incorporarse a un convento para servir a Nuestro señor. Por desgracia para la comunidad católica, Ernesto Castela era, tal vez, el hombre más escéptico y ateo que se encontraba a cien mil metros a la redonda.

En mis largos años en esa casa poco hablaba con Renata, mejor dicho, nunca hablé con Renata. Mamá me prohibía constantemente aproximarme a ella, intuía que a la patrona no le gustaría que anduviera cerca de su hija. Yo hacia caso omiso a sus advertencias, siempre espiaba a Renata cuando bajaba las escaleras. Su andar de mujer de veinte en cuerpo de seis me pasmaba aunado a su aire siempre distraido. Las dos éramos contemporáneas y ella nunca me invitaba a jugar. A decir verdad,  no creo que alguna vez notara mi presencia más de veinte segundos. Siempre con ese halo angelical.

En una ocasión yo me daba unas caminatas por el patio bajo la excusa de ir a ver que estaban haciendo los demás. Me gustaba sentarme cerca a escuchar con entusiasmo algunas de las clases  que le daban a Renata. Ese día parecía totalmente indiferente, -más de lo normal, quiero decir- sentada mirando a ese vacío en el que siempre parecía encontrar comodidad, con sus pupilas dilatadas (ahora si perceptibles debido a la distancia) mientras, se le empezaban a acercar de a poco pequeñas mariposas de varios colores. De momento a otro, la escena se transformó en algo digno de admirar y recordar...





Part I/II

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