lunes, 26 de enero de 2015

Micro #1


Ana Gabriela se estaba probando su nuevo lipstick  con sabor. 

- ¡Que cosa! Me cuesta mucho que quede perfecto. 

Marcos la miraba atento mientras ella trataba de rellenar perfectamente la línea de sus labios carnosos. Para él, eso era arte.

-Mmm está bueno. En verdad si sabe a mora, eh? Le dijo ella sonriendo.

-¿Si? A ver que tal...

Ella le tendió el labial. Tarde, ya él venía con la lengua afuera.

- Ahh pero lo vas a probar as.... 

Ana Gabriela nunca se había molestado menos en que se le corriera el labial. O que se lo corrieran...

miércoles, 14 de enero de 2015

Renata II


Un día -uno de esos a las cuatro de la tarde- yo me daba unas caminatas por el patio bajo la excusa de ir a ver que estaban haciendo los demás. Me gustaba sentarme cerca a escuchar algunas de las clases  que le daban a Renata. Ese día, parecía totalmente indiferente, -más de lo normal, quiero decir- sentada mirando a ese vacío en el que siempre parecía encontrar comodidad, con sus pupilas dilatadas (ahora si perceptibles debido a la distancia) mientras, se le empezaban a acercar de a poco pequeñas mariposas, de repente tenía todas estas mariposas revoloteándole alrededor, ella no se movía, pocas veces apenas levantaba el brazo para tomar una mariposa entre su dedo índice. Se volvieron muchas mariposas, todas, diferentes y hermosas. Mariposas que parecían hipnotizada; hipnotizadas ante la belleza de Renata. La institutriz no se daba cuenta, yo no lograba comprender como podía no darse cuenta. De hecho, fue ahí cuando noté que todo alrededor parecía congelado. No se movía nada que no fuera Renata y las docenas y docenas de mariposas que ahora también me envolvían a mí. Y de un momento a otro, pareció quebrar ese raro ritual agitando las manos sobre su cabeza y el exterior empezó a tomar su curso natural. Las hojas de los arboles volvían a moverse; empezaba a sentir el viento otra vez. Renata se volteó hacia mí, y yo, descolocada ante todo aquello, y más que eso Renata me miraba con esos ojos, con aquella mirada negra azabache, con esa expresión que parecía tal vez de indignación, de que me hubiera entrometido en ese baile que las mariposas hicieron para ella. Me fui de allí, sin querer decirle a nadie, reservando ese momento para mí, y sabiendo que Renata Castela era más que belleza pálida y cabello azul.

Con el pasar de los años descubría cosas más inverosímiles acerca de Renata y que nadie parecía ver. Como por ejemplo, ese día que la vi jugar con hormigas y las hormiguitas de esas negras chiquitas hacían filas en sus brazos, pasaban por sus dedos y volvían. Como una especie de ocho en el que le recorría todo el antebrazo. O aquella vez, la vi hablando con las rosas, pero con rosas que no fueran rojas, me di cuenta que las rosas rojas las repudiaba. El otro día también, cuando las que se encargaban de limpiar el patio le estaban comentando a mamá como todos los conejitos que el Mister Ernesto le traía a Renata solían morirse por causas insospechadas; un día consiguió a uno tieso, totalmente tieso, y otro con los ojos volteados, y algunos que desaparecían misteriosamente y cuando le preguntaban a Renata que pasaba con los pobres conejitos ella solo decía que la despreciaban y que preferían morir antes de convivir con ella. En las mañanas, en la parte de atrás de la  cocina día a día iban apareciendo más gatos negros, y empezábamos a notar que en la ventana de Renata siempre se posaban las palomas.

El señor y la señora Castela  tenían altas expectativas sobre Renata. En la cena, siempre se jactaban de que su niña sería una erudita con una belleza inaudita, tal potencial de futura mujer debía casarse con algún príncipe que se empeñara en ella. Todos pensábamos lo mismo. Con el tiempo, la Renata inteligente y rozagante de la infancia se fue desviando más y más cada momento conforme a Renata que iba llegándole la pubertad. Cada día parecía desconectarse más del mundo. Una vez duró como dos días encerrada, sin que nadie pudiera penetrar de alguna manera en su cuarto, hasta que ya harto, mister Ernesto mandó a derribar la puerta y para su sorpresa encontrar a Renata abrazada a sus rodillas, toda llena de sangre y mirando por la ventana. Rápidamente, en un acto de pánico, la levantaron del suelo pero Renata parecía en otra dimensión, no quería decir ni una palabra. Llamaron con urgencia al médico y se dieron cuenta de que lo que Renata tenía es que se había convertido en señorita. Seguía sin hablar, hasta la metieron en una bañera con agua fría para que reaccionara. Nada. Luego de ese de ese episodio sus padres empezaron una crisis, le llevaban los mejores terapeutas del país pero todos decían que a lo mejor fue un shock emocional al no saber lo que le estaba sucediendo a su cuerpo y que pronto se le pasaría. Tampoco se le pasó pronto. Desde abajo en la cocina, se escuchaban claramente los gritos de desesperación de Teresa llorando y Reprochándole a Ernesto que sus genes estaban malditos, que Renata estaba poniéndose loca como la madre de él. Después de eso, silencio. Solo la sirvienta personal de Teresa entro corriendo a la cocina en busca de hielo y al otro día, teresa llevaba inusualmente lentes de sol. Yo, tenía la edad suficiente como para darme cuenta de la tensión que se iba incrementando en la casa. Mister Ernesto ya no comía en el comedor, a Renata se le llevaba la comida al cuarto y de allí ni salía. Teresa se la pasaba derrochando sus penas en fiestas de cóctel, cada vez más. La notable ausencia de su marido le hacían sacar excusas como que no se sentía bien ese día. Poco a poco, hasta la casona dejo de ser la que era, el personal se iba ante las enormes peleas entre los patrones. Muchas empezaban a juzgar, a tener miedo, decían que no podían vivir tranquilas sabiendo que de un día a otro el patrón o el mister o lo que sea les propinara un puñetazo en la cara porque el agua no estaba lo suficientemente caliente. Mi mamá decidió quedarse, después de todo no teníamos a donde ir y ella tampoco quería abandonar ese casa que acogió generaciones de mujeres en mi familia. Era un amor especial por la casa y cierta lástima por Renata lo que nos retenía ahí. Y de Renata, que puedo decir de Renata, ella seguía pidiendo pan para las palomas. Todas las mañanas nos despertábamos con las escobas y ahuyentábamos a los gatos.  En momentos, la cantidad de gatos negros era tal que a mi mama se le bajaba el azúcar y una vez tuvo que hacer una masacre masiva bien de madrugada mientras yo dormía. Ese día -y sin manera de saber nada ya que no bajaba nunca y mi mama era la única que la atendia- Renata le reprocho de que si volvía a matar otro animal iba a estar condenada con que un gato negro y, de paso tuerto, la persiguiera lo que le quedaba de vida. Mi mamá se espantó, rezo como cien padre nuestros y otras cien avemarías esa noche y juró nunca más matar ni una hormiga.Otro día, -y lamento que mis recuerdos vengan tan intercalados- ya solo quedábamos mi mama, la cocinera y yo para prestar servicio en la casa, nos habíamos habituado al ritmo de los quehaceres que después de todo, no se volvía tan ajetreado. Total que ese día iba yo caminando por el pasillo largo a llevarle un tecito a la Sra Teresa, una tenue luz salía desde el cuarto de Renata, la puerta entreabierta me incitaba a asomarme, sabía lo que me encontraría, sabía que no sería nada de este mundo y ese morbo era lo que me impulsaba más a acercarme. Lo pensé bien, no pude más y me acerque, tan sigilosamente pero con la gran certeza de que me escucharía, el olor del cuarto era como de naranja y sutilmente sonaban melodías de música que parecía ser clásica. Mas a la esquina estaba Renata de espaldas  mirando al rincón, y parloteaba cosas sin sentido, en un idioma que apenas entendí cuál era gracias a mis escasos estudios en el patio. Hablaba en un fluido latín, enojadamente… con el rincón. Me aturdió la escena, la había visto mal, pero nunca así. Decidí hacer como si nada hubiese pasado, retomando velozmente mi camino y antes de llegar a la esquina en dirección a las escaleras, justo en ese instante cuando me volteo para dar el último vistazo a la puerta, resulta que no estaba más entreabierta. No escuche ningún ruido, y cómo, era imposible que a Renata le hubiese dado tiempo de caminar o incluso correr desde la esquina de su cuarto para cerrar la puerta antes de que yo volteara. Supuse que el ente con el que estaba hablando la había cerrado. Desde ese momento decidí nunca más espiar en el cuarto de Renata, decidí nunca más molestar a su compañía.

lunes, 5 de enero de 2015

Renata I

Para escribir sobre Renata cualquiera comenzaría por pedirle permiso. Sé que Renata me entendería, y aquí estoy dispuesta a dejar constancia de lo que ella era. Para empezar, yo vivía en la casa de los Castela porque mi mama era parte del servicio. Era una casa enorme, debo decir; la mejor entre muchas manzanas de distancia y con una pulcritud intachable. La casa siempre se mantenía impecable y decorada con un muy buen gusto. He ahí mi infancia, donde solía imaginarme que la casa era mía. Me la pasaba jugando entre los rincones más aislados y se le perdía algo a la Sra de Castela (que solía pasar mucho) siempre se lo encontraba por debajo de las alfombras o algún otro mueble de proveniencia europea.

El señor Ernesto Castela , “hombre de grandes intereses, importante ente de la comunidad y gran aportador al desarrollo del país” -Yo solo lo recuerdo como Mister Ernesto, a él le gustaba que lo llamaran asi en vez de patrón- Un hombre de gran corazón, pero con semblante recio. Inspiraba respeto y poseía un carácter camaleónico. Iba desde amor total a ira impertinente de momento a otro, eso era indiscutible. Pocas veces había gritado a la servidumbre pero cada vez que alguna ama de llaves o cocinera lo veía, el cuerpo se les erguía y algunas hasta temblaban. A mi mamá nunca llego a gritarle. Creo que por nosotras dos siempre sintió algún afecto más que amo-servidor. A mí, cuando me veía, siempre me guiñaba un ojo y de vez en cuando me regalaba una moneda que iba a parar en la tienda por unos caramelos. Por su parte, su esposa, la Sra. Teresa de Castela, era de esas mujeres de sociedad. Le gustaba vestir caro y trataba a la gente según su estado de ánimo o por cómo le hubiese ido en el bingo matutino. Su única hija, Renata, fue la que me impulsó a escribir mi experiencia en esa casa.

Renata, nada más y nada menos nació con una palidez asombrosa (cuando los niños suelen nacer rosados) y con un cabello, cabello de un azul muy parecido al cielo de las seis  -así me decía mamá- con unos ojos negros azabache donde se debía adivinar donde posicionaban sus pupilas. Renata nació y enseguida se corrió la voz por todo el barrio de que Teresa de Castela había dado a luz a una niña impresionantemente hermosa. Hablaban de ella como si fuera una criatura mitológica. Las monjas hasta hicieron una misa en honor a la niña que había nacido en los aposentos de la casa Castela; niña de tal belleza que era una bendición divina y cuando tuviera edad suficiente debía incorporarse a un convento para servir a Nuestro señor. Por desgracia para la comunidad católica, Ernesto Castela era, tal vez, el hombre más escéptico y ateo que se encontraba a cien mil metros a la redonda.

En mis largos años en esa casa poco hablaba con Renata, mejor dicho, nunca hablé con Renata. Mamá me prohibía constantemente aproximarme a ella, intuía que a la patrona no le gustaría que anduviera cerca de su hija. Yo hacia caso omiso a sus advertencias, siempre espiaba a Renata cuando bajaba las escaleras. Su andar de mujer de veinte en cuerpo de seis me pasmaba aunado a su aire siempre distraido. Las dos éramos contemporáneas y ella nunca me invitaba a jugar. A decir verdad,  no creo que alguna vez notara mi presencia más de veinte segundos. Siempre con ese halo angelical.

En una ocasión yo me daba unas caminatas por el patio bajo la excusa de ir a ver que estaban haciendo los demás. Me gustaba sentarme cerca a escuchar con entusiasmo algunas de las clases  que le daban a Renata. Ese día parecía totalmente indiferente, -más de lo normal, quiero decir- sentada mirando a ese vacío en el que siempre parecía encontrar comodidad, con sus pupilas dilatadas (ahora si perceptibles debido a la distancia) mientras, se le empezaban a acercar de a poco pequeñas mariposas de varios colores. De momento a otro, la escena se transformó en algo digno de admirar y recordar...





Part I/II

sábado, 3 de enero de 2015

Random

Aquí estoy, los dias finales de cada año se me hace común ponerme a pensar en todo lo que obtuve, todo lo que aprendí, todo lo que crecí, todo lo que creí, todo lo que fracasé, todo lo que gané, todo lo que amé y todo lo que odié. Esta semana he tratado de enumerar en mi mente todas estas cosas, van y vienen pero hasta mi mente divaga mucho, divago mucho; lamento si esta entrada divaga mucho.

Puedo enumerar pero prefiero hacer todo aleatorio. Que esta entrada sea un arroz con mango, no importa. No soy una Benedetti para hacer que un arroz con mango sea excepcional, pero no importa.

A estas alturas puede ser que muchas cosas me conmuevan, como me conmueve cuando un abuelito cuenta una historia, así sea de cuando lo mandaban a bajar mangos para la cena, me conmueve. Me conmueve ese olor que tienen las familias ¿soy la unica que nota que cada familia tiene su olor? Tal vez esto se deba al amor de madre que le da a su casa, o al suavizante que usa en su ropa. Este año he descubierto como me conmueven tantas cosas, como se hacen mis debilidades detalles tan pequeños. También vi puntos fuertes, descubrir como seguir fortaleciéndolos.

Cada uno somos tan extensos que no creo que nos lleguemos a descubrir completamente a nosotros mismos. Dudo mucho que alguien se conozca por completo y tengo la real certeza de que todo el tiempo nos sorprendemos con algo nuevo. Con que hoy no me gusta el chocolate; con que el ruido de las aves no me parece relajante; con que ayer tenia mas paciencia que hoy; con que el color rojo me parece vulgar, con que el azul es mas pacifico. Tantos rollos, tantas manías nuevas que nacen cada día; tantos registros que comprendieron el ayer, comprenden el hoy y comprenderán el mañana. Cada año es la excusa perfecta de reinventarse y seguir. Borrón y cuenta nueva pero con expedientes de los que nunca podrás huir. Esta oportunidad aprende. Vive. Huye un momento si es necesario, pero regresa con buenas y factibles explicaciones. Perdona. Que te perdonen. Ríe y haz reír. Ve por el día y mira la luna, que si se ve, claro que si. Por la noche mira las estrellas. Por los atardeceres mira las nubes. Que te conmuevan cosas nuevas cada día, busca una palabra nueva en el diccionario. Haz tu wish list y si no lo cumples todo no te frustres: esperemos que aun te quede mucha vida para cumplirlo.Yo también espero lo mismo para mi, que las metas que me he planteado se cumplirán a corto o largo plazo, pero se cumplirán, porque no son deseos, son hechos.



Interestatal 45

Claro que sería uno de esos días para recorrer la carretera. Todo es mejor que el encierro en un apartamento de aspecto lúgubre y cansino. A Emilia, que se aburría en sobremanera en aquel espacio, la calle le parecía un escape bastante pintoresco y alternativo. Por supuesto que la camioneta tenía sus fallas, pero ella tomaba el riesgo de quedarse en cualquier paraje a pedir asistencia al camino. Especialmente los calurosos días de verano que, paradójicamente, se prestaban para semejantes paseos donde sin darse cuenta, recorría dos estados en perfecta línea recta teniendo que consultar el mapa más de una vez. Nunca caía en pánico. Toda la cuestión de perderse en la vida le resultaba absurdamente excitante. Tan absurdo como el color amarillo chillón del vehículo con el que decidía perderse, pero tal vez menos absurdo seria que su acompañante fuera una Golden Retriever, Elena. Los viajes empezaban atravesando el ataviado tráfico de la ciudad, mientras que en el vaivén de luces rojas, amarillas y verdes decidía qué camino tomar. Nunca el mismo, Jamás. La presencia emocionada de Elena a su lado era incesante. El revolotear de su cola y el movimiento de su cabeza delataba las dosis de adrenalina que sentía por su cuerpo. Sensaciones familiares que van y vienen cada vez que se montan en esa camioneta y se deciden a por una nueva aventura incrédula, excéntrica. Cualquiera diría que eso que hacían era demasiado peligroso, una mujer viajando sola en una camioneta por autopistas, carreteras, calles de tierra, caminos farragosos e interestatales. Sobre todo interestatales.

Mientras se detiene en un rojo eterno, y a propósito de interestatales, ve a través del parabrisas como una rechoncha mujer de aspecto campesino cruza el rayado al otro lado; una rechoncha mujer de aspecto campesino y con un sombrero de mimbre. Inmediatamente se acuerda de Muriel. No es tanto que se acuerde de Muriel, es el hecho de como la conoció y las circunstancias que acontecieron luego lo que hace que su  cuerpo se estremezca inmediatamente. Elena, que la miraba desde su asiento, parecía percibir algo, esa mirada que tienen los perros en la que por segundos se siente que te penetraran el alma. «Elena, es solo una coincidencia». Claro que ya muchas veces se cuestionaba el hecho de hablar con un perro, pero en los largos caminos la comunicación y la conexión entre ambas se daba sin más. Ella, que no se queja, pero si advierte.  Que se divierte. En un momento a otro, las ensordecedoras bocinas de pobres almas apuradas avisaban inminentes el cambio del semáforo. Volviendo en sí, Emilia no hace más que arrancar y fijarse una vez más en esa mujer. Los recuerdos le abarrotan la mente, inevitable. Se había dicho así misma que necesitaba olvidarse de eso. ¿Pero cómo? Entonces está de nuevo ahí. Carretera Rosario, 30 km para llegar a Retiro; 38 para la Interestatal-45. Otro de esos días donde el exiguo rumbo de vida de Emilia no le bastaba para sentirse satisfecha en casa. La necesidad que le nacía desde el esófago para recorrer la carretera. Ese impulso ya casi inconsciente de poner el pie en el acelerador. 28 km para llegar a Retiro. La carretera es algo angosta pero el clima bastante favorable; a los lados, no se ve más que pasto verde y grandes casonas de campo. Todo un paisaje. Debajo de un árbol de origen desconocido para Emilia, una mujer de aspecto grande hace inquietos movimientos con la mano, pidiendo que alguien se pare; que algún auto le dé la cola, el aventón. A uno sacándole el dedo. Quien sabe que le dirían. Un inocente vestido pedía a gritos ser sacado de semejante cuerpo tan grande, mientras que su sombrero de mimbre le aportaba todo un aire de alguien del campo. Por alguna razón, decide pararse. En sus ojos, se percibía cierta delicadeza a pesar de sus duras facciones, sin rastro de malicia; o eso esperaba Emilia. «Si señora, ¿hacia dónde se dirige? Eso está a unos veinte y algo kilómetros, voy de paso».«Llevo una cesta enorme». « Atrás, póngala atrás». «Que linda, que perrito tan bonito». «Perrita de hecho, es Elena». «Ah, hola Elena». Y rápidamente la señora inunda la cabina con sus historias campestres, con que su mamá tiene artritis y vive en Amparo pero la estación de bus más cercana queda en Retiro. ¿Y hacia donde te diriges? -la joven no le contestaba-. «La producción está muy buena, en el campo, sí. ¿No viste todo lo que llevo en la cesta? una bendición llevo en esa cesta, muchas verduras. ¿Hacia dónde vas?» -Emilia no le contestaba, se hacia la loca-. Su esposo se llama Héctor y es un desgraciado. Me llamo Muriel, dijo. Su pelo -visible debido a que el sombrero yacía ya en el guardafangos- era negro azabache veteado de un gris que anunciaba los primeros pasos de la tercera edad. También poseía una dentadura descuidada, totalmente apreciable en cuanto la exponía con sus sonoras carcajadas.



El viaje seguía, con Muriel lanzando toda clase de historia que dudosamente Emilia logró entender. A Elena por su parte, parecía agradarle de verdad la presencia de ésta mujer enorme que casi ocupaba su espacio aplastando su cola. Emilia regalaba sonrisas cálidas y poco a poco Muriel le iba preguntando sobre ella y ella se hallaba diciéndole todo. Por alguna razón. Qué mujer.  Pero quién sabe qué tanto es todo, Emilia ni sabe hacia dónde va, pero le gusta. Ah, como un nómada.; Muriel parecía cada vez más ser de esas tías que se las saben todas y te dan miles de remedios y ungüentos, hechos todos a base de lo mismo. Emilia asintió y prefirió no decir nada más. El aire que entraba por las ventanas ya bajadas era fresco y puro y las tres parecían agradecer eso en los agobiantes dias veraniegos, donde el calor no perdona, donde el calor asfixia.  Ni idea de cuantos árboles y minutos de silencio transcurrieron y sin darse cuenta llegaron a Retiro. «No me dijiste hacía donde te diriges», preguntó Muriel nuevamente. A Emilia empezaba a molestarle tanto ahínco. «Sinceramente no lo sé, sigo derecho y paso la interestatal 45 a ver que me encuentro». La  cara de Muriel cambió casi instintivamente al oír esas palabras, su semblante no anunciaba nada bueno y Emilia se preparaba para escuchar cualquier cosa. «Ten mucho cuidado en la 45, no creas todo lo que ves». Eso fue todo. Eso fue todo lo que le dijo. Hizo un gesto de despedida con la mano, empezó a caminar en dirección a la estación y no dijo nada más. Una intrigada Emilia se dijo a si misma que la gente de campo estaba llena de falacias y habladurías. De creencias tontas alusivas a fantasma y a quien sabe qué. ¿Pero cómo podía dar certeza a lo que Muriel se refería? Deseó insistirle, algo dentro de ella deseó insistirle  y haberle preguntado a que se refería. Deseó además haber sabido si iba a cometer un error al aventurarse hacia aquella interestatal. Entonces en ese momento pensó en no prestarle atención a sus instintos, autoconvenciendose con sus mejores argumentos de que nada malo podía pasar. Decidió seguir su camino no trazado y comportarse como toda una escéptica que era hasta ese momento. Luego de cruzar la interestatal quiso también que sus argumentos no hubiesen sido tan buenos. Hasta ese momento era escéptica. Ya no